Es previsible que el empresario quiera aumentar hasta al máximo su ganancia.
Cuando el empresario encuentra a una persona dispuesta a trabajar por un menor salario, caeterīs pāribus, aprovechará la oportunidad.
¿Y por qué no debería de hacer esto?
Igual sucede cuando el consumidor encuentra un bien a menor precio, permaneciendo todo lo demás igual, ¿acaso no aprovecharía la oportunidad para comprar el bien a menor costo?
En esta dinámica en la que incurren empresarios y trabajadores no existe nada censurable.
Siempre que exista una libre competencia entre los empresarios por el trabajo de los obreros. Al igual que entre los trabajadores por la fuentes de empleo de los empresarios.
Esta competencia es saludable porque origina una tendencia a que los empleados sean remunerados por el valor verdadero de su producción.
Esta competencia también es beneficiosa porque impide la colusión entre los empresarios.
Cualquier pacto entre empresarios para dañar a los consumidores o trabajadores es censurable. Igual de censurable que sería el pacto entre los trabajadores para coaccionar al empresario.
Pues bien, esta competencia deja de existir, y sufre de toda clase de distorsiones, cuando interviene el Estado.
Eso ocurre cuando interviene a favor del empleado y le incrementa sus «derechos laborales». Pero también sucede cuando interviene a favor del empresario y le otorga mayores poderes sobre sus empleados.
El desconcierto de las normas que contiene el proyecto para crear por ley una jornada ordinaria de 12 horas resulta perjudicial.
Puesto que deviene en una interferencia sobre la libre competencia que debe existir entre patronos y trabajadores.
Por ejemplo, la ley le otorga un privilegio al empleado que por incapacidad médica no pueda laborar doce horas. En tal caso, siempre recibirá un salario calculado sobre las doce horas, aunque se limite a trabajar ocho.
Además, el trabajador podría ser despedido si cambie de parecer después del periodo de prueba con una jornada de 12 horas. Esto destroza el carácter voluntario de la nueva regulación.
Estas, junto a otras malezas jurídicas, complican y limitan la libre competencia que debe existir entre patronos y trabajadores.
Siempre, una nueva intervención del Estado genera nuevas intromisiones a futuro, para hacer cumplir las primeras.
Ya se escucha a los políticos que piden mayores potestades de fiscalización del Estado hacia los patronos, como condición previa para aprobar las nuevas regulaciones.
Al final todo resulta en un contrasentido: «desregular» el mercado laboral mediante la creación de más regulaciones.